De qué hablamos cuando vendemos experiencias
“En otros momentos de la historia del mundo, si no se podía poseer un objeto en particular, la gente se las arreglaba sin él y eso era todo. Es más, casi nunca era consciente de la ausencia de ese objeto. Pero hoy estamos tan bien informados que sabemos que existen muchísimas cosas que deberíamos poseer y no poseemos, y como no nos apetece aceptar su simple carencia, creamos un sucedáneo para suplirlas; y, así, esta proliferación de sucedáneos, así como – me temo – el hecho de que nos contentemos con ellos, constituyen la esencia misma de lo que se ha dado en llamar civilización”.
William Morris, uno de los más finos analistas de la modernidad, escribió lo anterior en 1894. Podría llevar fecha de hoy. El principal cometido de la publicidad es crear necesidades, sugerir que la posesión de tal objeto, bien o servicio, mejora el estatus, el cutis o la presencia en sociedad de un individuo cualquiera. “Necesitar” y “merecer” son dos potentes motores de consumo.
En la Era del Sucedáneo, la publicidad nos ayuda a vivir. Convirtiendo lo líquido en efervescente, consigue que el sucedáneo (la experiencia a un precio asumible) aparezca a nuestros ojos mejor que lo auténtico (que no podemos permitirnos). Y así, mal que bien, vamos tirando. Todo el mundo sabe que es ficción (basada, eso sí, en hechos reales), que el consumo suministra apenas un sucedáneo de la verdadera felicidad. Pero como nadie sabe qué cosa es la verdadera felicidad, quienes perpetramos la publicidad podemos dedicarnos a vender felicidades de chichinabo y, a la vez, seguir durmiendo por las noches con la conciencia tranquila.
La Era del Sucedáneo (así tituló Morris su conferencia) coincide con otros fenómenos: el postmaterialismo y la modernidad líquida. El uno y la otra implican un cambio en nuestra escala de valores. La prioridad ya no es poseer cosas. Nada es firme y sólido, como nos contaron nuestros abuelos. En ese caldo se cuece uno de los lemas de este tiempo: la felicidad son momentos y, a cada momento, le corresponde una experiencia.
«Hoy sólo los despistados venden cosas tangibles. El comprador no quiere poseer, quiere sentir. Los publicistas hacemos de todo una experiencia, algo fugaz, pero intenso, que compense la insatisfacción que provoca vivir en este mundo un día sí y otro también»
Hoy sólo los despistados venden cosas tangibles. El comprador no quiere poseer, quiere sentir. Los publicistas hacemos de todo una experiencia, algo fugaz, pero intenso, que compense la insatisfacción que provoca vivir en este mundo un día sí y otro también. El mérito de la publicidad es fabricar ilusiones tan potentes, tan bien tramadas, que nos convence de que beberse un café malo (y caro), pero bien adornado, es toda una experiencia.
En la Era del Sucedáneo, la publicidad nos ayuda a vivir. Convirtiendo lo líquido en efervescente, consigue que el sucedáneo (la experiencia a un precio asumible) aparezca a nuestros ojos mejor que lo auténtico (que no podemos permitirnos). Y así, mal que bien, vamos tirando.